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jueves, 10 de diciembre de 2015

Sacando el espartano que llevamos dentro o no dejando de perseguir nuestros sueños.

Tengo 52 años y hace unos días participé (y terminé) una Spartan Race Super en Paterna.
Cuando comentaba que me había inscrito en esta prueba, muchos me tachaban de loco exclamando que cómo se me ocurría.
Cuando terminé la carrera (con sus obstáculos), afirmé que el año próximo volvería a hacerlo y volvieron a echarse las manos a la cabeza.
Es cierto, la prueba fue mucho, mucho más dura de lo que me había imaginado, pero en eso consistía, en resistir, en vencerME.
Cuando uno pasa los 50 no sufre una crisis (y se busca una jovencita con la esperanza de ponerse unos vaqueros y volver a la treintena. ¡pobre del que lo haga!), sino que se hace consciente de la cantidad de sueños que ha ido dejando para “más adelante” y que ya no podrá cumplir. Por eso, bastantes limitaciones físicas nos imponen los años como para sumarle las sociales (el qué dirán, los desánimos…) y las mentales (las propias, las peores).
Los años me han enseñado que la vida es un pasillo lleno de puertas que, si no las abres en su momento, nunca tendrás oportunidad de hacerlo después.
En 2009, mientras practicaba pesca submarina, una moto de agua me “atropello” (si, has escuchado bien): Un brazo roto, dos placas, dos operaciones, una rehabilitación larga y dolorosa y cierta limitación y dolores para siempre. Todo ello me enseñó que no se pueden dejar las cosas para mañana, no porque puedas hacerlas hoy, sino porque no sabes si podrás hacerlas mañana.
Esos que desaniman no entienden que marcarse un reto es una forma de estirar un poco la vida, de levantarse con ánimos, de esforzarse. No entienden que la alternativa es languidecer, dejar pasar el tiempo, ese que no perdona. No entienden que lo de menos es alcanzar el reto, que lo importante es lo que hacemos para superarlo.
Entre 5500 personas que participaron en la Spartan, no llegaban a 40 los que estábamos en la categoría M50-54 y poco más de 10 participaron en la Super (13 kilómetros y 20-30 obstáculos). Terminarla fue un objetivo, pero, como dijo Herman Hess, ”toda meta alcanzada ya no es una meta”, aunque puede convertirse en un punto de salida.
Es hora de buscar otra meta y comenzar el “viaje”, eso es lo maravilloso de plantearse retos: prepararlos, estudiarlos, ilusionarse con ellos, aunque finalmente la vida no te deje cumplirlos.
En mayo participaré en la Spartan de Madrid y después… ya veremos.


martes, 21 de abril de 2015

Los dolores de la pérdida.

Muchos (psicólogos por lo general) han hablado del duelo, de su superación, de sus fases. Otros (escritores) han narrado subjetivamente su experiencia. Tanto unos como otros se quedan corto, olvidando parte de lo que te ocurre los días, los meses, los años que siguen a la pérdida de un ser querido. Quisiera fundir estas dos perspectivas y elaborar unas fases del duelo basadas en la experiencia subjetiva del dolor y los pensamientos.
Cuando te enteras del fallecimiento o estás presente. 
Aunque tu reacción es, en los primeros instantes (dure lo que dure esto), de seudonormalidad (lo que creo que se debe a que emocionalmente esperas que alguien te sorprenda gritando “¡Es broma!”), las consecuencias, que posteriormente tendrá el hecho de la pérdida, dependerán. en parte, de esa presencia o ausencia. Poder despedirse, agarrar una mano, abrazar, decirle, aunque ya no te escuche, que lo quieres, es muy distinto a pensar que murió solo, que quizás buscó tu apoyo, tu mirada, tus palabras o tus silencios.
Una vez pasado este primer momento de cuasipresencia emocional, comienzan los dolores:
El dolor por no poder hacer nada. Acostumbrado a llamar al médico, a dar la cena, a cambiar el pañal, a administrar la medicación (esa que va aumentando constantemente). Ahora se acaba todo. Ya no puedes hacer nada. El tranvía se para en seco. Te sientes inútil. Sientes que le estás fallando. Algunos combaten este dolor buscando culpables, o circunstancias para las que juran se prepararán.
El dolor por el descubrimiento de la irreversibilidad. Seguramente el más insoportable. El que te empuja a llorar desconsoladamente. El que te lleva a golpear la primera puerta o pared que tienes cerca. El que te lleva a negar con la cabeza, a buscar un Dios al que pedirle una “segunda” oportunidad. El que se alarga por mucho que tú quieras quitártelo de la cabeza.
El dolor por lo que hiciste o dejaste por hacer, por los abrazos no dados, por los cuidados no ofrecidos (aunque te hayas dedicado en cuerpo y alma a esa persona mientras vivía). Es un dolor que toma forma de pregunta o de afirmación. Pregunta si lo hiciste bien, si hiciste todo.
 El dolor por lo insoportable de saber que no vas a verlo más. No es por lo irreversible de la muerte (quizás ya aceptado), es independiente de ésta. Es similar al que se siente cuando la persona amada te deja. Ya no podrás gozar de su presencia.
Estos son dolores largos, a veces, difusos. Luego siguen los dolores agudos, asociados a fechas, a voces en la multitud, a recuerdos materiales que se redescubren al abrir un cajón, a frases que se dicen como ecos de las que él decía, a olores que te invaden por sorpresa. Normalmente, a estos dolores les sigue tu propia voz que con más o menos intensidad suele confesar a-nadie cuánto lo echas de menos. Y entonces viene el nudo en la garganta y las lágrimas que intentas esconder (ya hace tiempo, ya tienes que recuperarte, seguir la vida, o-l-v-i-d-a-r).
Entre uno y otro aparecen los sueños. Sueños buenos en los que puedes despedirte, abrazar o decirles que les echas de menos y ellos, sin abrir la boca, te consuelan diciéndote que no te preocupes… Sueños de los que no quieres despertar. Sueños malos, en los que no los alcanzas, no los escuchas, no los puedes besar, no te puedes despedir… Sueños que al día siguiente te dejan una cara de acritud.
Durante todo este tiempo haces cosas que nunca creíste que harías. Vas al cementerio cuando nadie te ve. Hablas frente a una lápida sabiendo que nadie te escucha. Y comprendes que todo ello no lo haces por la persona que se ha ido… sino por ti.

Y así se va sucediendo el proceso de duelo que, un día aceptas, nunca tendrá fin. 

jueves, 2 de abril de 2015

Lecciones aprendidas del accidente de avión o psicología de un extraño suicidio.

La historia de las tragedias nos ha enseñado que hasta que no ocurre una de ellas, no se reparan ciertos errores que de todos eran conocidos.
Recientemente, el accidente del vuelo de Germanwings ha sacado una serie de problemas referentes, entre otros, a la selección y evaluación psicológica de los pilotos.
Finalmente se habla de la depresión del copiloto como causa de su actitud y de su decisión. Sin embargo, los que nos dedicamos a la psicología, sabemos que por el mundo andan muchas personas diagnosticadas con algún tipo de trastorno del ánimo, y más concretamente con un trastorno depresivo, sin que se suiciden o, peor aún, provoquen la muerte de otros.
Como en todo accidente, debe de haber concurrido más de una causa, en este caso psicológicas, para que se produzca la catástrofe.
Antes de analizar el estado psicológico y la personalidad de Andreas Lubitz, creo que será esclarecedor un intento de clasificar los tipos de muertes violentas, por lo que propongo el siguiente cuadro:

¿Supone el fallecimiento del sujeto activo?
¿Supone el fallecimiento de otra/s persona/s?
¿Es su intención principal matarse?
¿Hace público la decisión?
¿Es su intención que mueran  otros?
¿La muerte de otros es accidental?
Tipología
Si
Si/no
No
No
No
Si
ACCIDENTE
No
Si
No
-
Si
No
HOMICIDIO/ASESINATO
Si
No
Si
Si (nota)
No
-
SUICIDIO
Si
Si
No
Si (nota o video)/ no
Si
No
ATENTADO SUICIDA/SUICIDIO TRAS ASESINATO
Si
Si
Si
Si
No
Si
SUICIDIO AMPLIADO
Si
Si
Si
Si/no
Si
No
SUICIDIO DELIRANTE
Si
Si
Si
No
No
No
SUICIDIO ENCUBIERTO (PILOTOS SUICIDAS)

Cabe suponer que el caso de Lubitz es el de un suicidio encubierto… o no.
La duda surge cuando se intentan comprender los motivos. En los casos en los que se han producido suicidios encubierto por pilotos, el motivo ha sido más monetario. Es decir, simulando un accidente y por tanto una muerte durante el trabajo, la aseguradora se muestra de forma muy distinta con la familia del piloto a como lo hace si ha sido el responsable consciente. Sin embargo, aquí, dado la claridad del caso hay que poner en duda la intención de ocultar el suicidio.
El siguiente aspecto que se ha discutido en muchos foros es comprender cómo una persona cuya intención es suicidarse, es capaz de matar a otros (en este caso a 149). Esto será imposible de comprender si lo intentamos explicar bajo el prisma de una racionalidad que en un suicida ha desaparecido por completo. Primero hay que anotar que no son raros los actos suicidas que suponen la muerte de otras personas, como es el caso de personas que utilizan el gas o las explosiones como método. A ello hay que añadir un matiz de la mente del suicida que nos facilita la respuesta: si el entramado cognitivo del suicida ha conseguido barrer todas los mecanismos de autoprotección y su vida ya no tiene valor, cómo podemos pensar que en ese momento la vida de otros tiene valor para él. EN ESE MOMENTO LOS DEMÁS O NO EXISTEN O NO IMPORTAN.
Al comenzar me opuse a la idea de que un trastorno depresivo por si sólo fuese suficiente para explicar la decisión de estrellar un avión. Efectivamente, las investigaciones sobre la relación entre trastornos mentales y suicidio nos dice que, los pacientes que sufren trastornos depresivos tienen, al menos, una probabilidad 20 veces mayor de suicidarse que la población en general. La experiencia clínica nos muestra que no todos los pacientes depresivos son igualmente propensos al suicidio. Para ello deben de darse otra serie de factores que “facilitan” la ideación y el acto suicida. Destaca a nivel práctico la desesperanza, es decir, la idea de que no hay solución, de que todo va a ir a peor. No cabe duda de que las recaídas sufridas por Lubitz, la idea de que le iba a ser imposible cumplir su sueño (obsesivo) y de renovar su licencia de piloto y la ruptura con su novia han sido estresores que han aumentado su desesperanza, rompiendo el que seguro era su único proyecto de vida: ser un famoso piloto.
Pero aun así, estos factores no explican, a mi entender, la realización de este tipo tan visible/público de suicidio y creo que la clave está en la frase que una antigua novia asegura haberle escuchado: “algún día haré algo y todo el mundo recordará mi nombre”. Estoy seguro que al decir esto no estaba pensando en estrellar un avión, pero también estoy seguro que en esta necesidad de destacar, de ser alguien, de tener su minuto de gloria, estriba su decisión final. “Si no destaco por algo que cada vez veo más lejos, se me recordará por esto”. En ello coincide con algunos casos de homicidas en masa, como los asesinatos en colegios o institutos producidos por alumnos que hasta entonces habían pasado “sin pena ni gloria”.
Los trastornos mentales no suelen venir solos. Si bien puede destacar uno entre los demás, el diagnóstico de uno no excluye la existencia de otro en el mismo paciente. Y en mi opinión, con los datos públicos que se han ido revelando del caso, me quedan pocas dudas de que Lubitz sufría otro trastorno que manipulaba todo su entramado cognoscitivo pues se trataba de un trastorno de personalidad, mucho más grave, más persistente y global que un trastorno depresivo.

n     Egocéntrico, con desprecio hacia los demás, con sentido exagerado de su propia importancia.
n     Arrogante, distante e interesado.
n     Búsqueda exagerada de admiración y atención.
n     Falta de empatía. Intentos de explotar a los demás.
n     Fantasías de grandeza y de éxito.
n     Envidioso.
n     Falta de reconocimiento de los propios errores o limitaciones
¿Les suena este perfil?, ¿Algunas de las conductas del copiloto coincide con estos rasgos?
Se trata de los síntomas característicos de un Trastorno Narcisista de la Personalidad y explicaría porqué un joven que ve como se derrumba su único sueño y que su “necesidad” de ser importante, recordado, querido, envidiado, decide acabar con todo de forma que no se nos pueda olvidar.
¿Aprenderemos de esta tragedia? Ya se están estudiando nuevos sistemas y protocolos para eliminar el problema de seguridad de la puerta de la cabina.
Se ha hecho pública la noticia de la psicóloga rusa que aprobaba las pruebas psicológicas de pilotos y controladores a cambio de dinero.
También ha quedado claro que la falta de intercambio de información entre los sistemas sanitarios y las empresas (obedeciendo al secreto profesional y la protección de datos) conlleva lagunas que han facilitado esta catástrofe.
Opiniones hay y van a seguir apareciendo, pero como suele ocurrir, se irán enfriando y terminarán por desaparecer. Lo importante es que responsables y expertos acuerden y pongan en práctica acciones y protocolos que, en la medida de lo posible, subsanen estas tragedias.
Entre los cambios podrían citarse el uso de pruebas psicológicas más exhaustivas, que sean realizadas y evaluadas por especialistas (psicólogos), menor periodicidad entre las mismas, posibilidad de instaurar un protocolo para recoger incidentes a través de la observación de los compañeros, exigir mayor rigurosidad en los reconocimientos (todos hemos pasado reconocimientos médicos para el carnet de conducir…), un mejor sistema de selección y una periódica evaluación de rendimiento…
Como colación deben de quedar claro dos realidades. La primera es que ninguna medida eliminará totalmente la posibilidad de que vuelva a ocurrir un desastre similar (lo mismo que las medidas que se instauraron tras el hundimiento del Titanic, no ha acabado con las muertes tras los naufragios) así que deberemos vivir con cierta incertidumbre, con la aceptación de que ciertos aspectos de la vida quedan fuera de nuestro control. La segunda es que no debemos olvidar que en un 99,9999999% de los casos los pilotos son héroes y no villanos.


jueves, 26 de marzo de 2015

Los grandes olvidados

Bomberos ataviados con arneses acompañan a forenses enfundados en sus monos mientras suben la montaña en la que, se puede decir casi sin exagerar, les espera un paisaje dantesco. Pedazos de distintos tamaños, pero todos ellos demasiado pequeños, del fuselaje de lo que fue un gran avión. Entre estos trozos metálicos (disculpen la dureza) trozos de lo que pocas horas o días antes fueron personas.

Abajo, en el pueblo cercano, unos técnicos, enfundados en chaquetones con emblemas, logos y rótulos de profesiones -como si ello pudiera protegerlos de los momentos y situaciones difíciles- acompañan, ayudan, comparten la angustia con los familiares de los fallecidos.

Durante el rescate trabajarán diversos profesionales: rescatistas, bomberos, militares, policías, forenses, enfermeros, médicos, psicólogos. Descansando pocas horas en las que no dejarán de recordar lo que han hecho, ni de repetirse lo que deberán hacer.

En el noticiario aparece una fila de chicos jóvenes subiendo una ladera. Llevan uniformes, mochilas, arneses… hablan poco y no sabría descifrar lo que sus rostros me dicen. Me recuerda una escena similar que viví cuando comenzaba a ayudar en emergencias: un 25 de septiembre cuando de Melilla salieron rumbo a una zona de Marruecos jóvenes que estaban haciendo la “mili” y voluntarios de Cruz Roja. Su misión iba a ser recoger, al igual que ahora, cadáveres, o lo que sería más apropiado decir, restos de cadáveres derramados por otra montaña tras otro accidente de avión.

Mañana seguirán trabajando habiendo visto y oído escenas que la mayoría no resistiríamos. Pero pasado mañana o dentro de una semana serán los grandes olvidados. Se nos olvida que debajo de esos uniformes, de esos logos, de esos rótulos, hay personas, profesionales, pero personas. Nadie les va a preguntar cómo están,  presuponiendo que como profesionales “ni sienten, ni padecen”. Nadie les explicará que pueden sentir miedo, que pueden revivir con imágenes intrusivas ciertas escenas, que no dejarán de preguntarse si lo han hecho bien o cómo podrían haber acabado con la angustia de aquella persona a la que acompañaron, nadie les asegurará que haberse derrumbado al encontrar aquel fular chamuscado y con manchas de un rojo oscuro, es normal. Nadie les hará comprender que los años de experiencia no les protegen al cien por cien de “venirse a bajo” un día ante una situación menos dura. Nadie les prevendrá de que tendrán problemas para dormir, que se sentirán incomprendidos por cualquiera que no haya pasado por lo mismo, que sentirán que les sudan las manos cuando vuelvan a ser llamados para otra tragedia.

Nadie les reunirá para que expresen sus dudas, sus miedos; para que “airén” sus sentimientos.

Cuando el accidente de avión ya no sea noticia, muchos de los técnicos que han estado ayudando a los demás, caerán en el olvido por los medios de comunicación, por la población y, lo que es peor, por aquellos que se valieron de sus conocimiento para resolver una difícil situación.

Vaya este escrito como reconocimiento y para que sepan que, si no podemos ponernos en su lugar, si llegamos a comprender sus dudas y sus miedos.



miércoles, 25 de marzo de 2015

Psicólogo y emergencias

De nuevo una tragedia, esta vez un accidente aéreo, hace poco un atentado terrorista, hace algo más un accidente de carretera. Todas estas catástrofes tienen algo en común cuando se dan como noticias en los telediarios: se nombra a los psicólogos que atienden a los afectados y/o familiares. Incluso comienzan con frases como “un equipo de psicólogos atiende…” acompañadas de imágenes en las que un psicólogo con un chaleco, acompaña y habla con una persona de semblante preocupado, triste.
Ya es impensable la gestión de una catástrofe sin la ayuda de psicólogos que, afortunadamente, suelen ser de grupos, como los GIPEC (Grupo de Intervención Psicológica en Emergencias y Catástrofe), que se preocupan de la especialización y la formación continua.
Créanme, yo empecé en este campo por casualidad y siempre cuento la anécdota de que, a pesar de mi experiencia como psicólogo clínico, en las primeras intervenciones, me faltaba tanta preparación para poder ofrecer una ayuda profesional que llegué a preguntar a mis compañeros (igualmente colapsados) qué podíamos hacer.
De eso han pasado años, pero periódicamente tengo que quejarme de que, aunque la población ya acepta e, incluso, exige nuestra ayuda; aunque los responsables “nos activan” en cuanto hay un aviso de emergencia, en los periodos de “calma”, estos mismos se olvidan de nosotros, retrasan o rechazan los convenios de colaboración/intervención que ofrecemos y que, llegado el caso, facilitarían y mejorarían nuestra tarea.
Mientras, los psicólogos de los GIPEC de toda España siguen preparándose, utilizando (que no perdiendo) parte de su tiempo libre en reuniones, prácticas, simulacros y cursos para poder ofrecer una ayuda de calidad a los posibles afectados.
A veces, parece que pedimos por caridad que nos dejen trabajar, que nos incluyan en los planes de emergencia, que nos avisen un domingo para pasar 24 horas en un simulacro, que nos llamen a media noche si se produce un accidente o un suicidio.
Parece que nos hacen un favor, que lo nuestro es vocacional y, si solicitamos que se nos remunere por nuestro trabajo, somos poco menos que psicópatas.
Eso si, cuando nos activan, siempre hay un responsable (léase político) que alude a nosotros como “nuestros psicólogos”.

Desde ayer muchos de mis compañeros están trabajando en distintas localidades de España con los familiares de los fallecidos en el accidente de avión. Pasarán probablemente entre 48 y 72 hs. en turnos,  que se resisten a abandonar, apoyando, aconsejando, asesorando, tratando, empatizando… Les quedará el buen sabor de boca de los agradecimientos que no suelen faltar por parte de los atendidos, si tienen suerte algún responsable también les dará las gracias, si tienen más suerte, un convenio (conseguido con mucho esfuerzo y como si quisiéramos aprovecharnos del mal ajeno) les permitirá cobrar por su trabajo, sino, no se quejarán y pensarán que algún día se le tratará como a cualquier otro profesional: reconociéndole económicamente su labor grata, pero dura… lo digo por experiencia.