De
pronto, como suele ocurrir muchas veces, comprendí que había una parte del YO
que, por su tamaño en significado y extensión, está fuera, paradójicamente, del
YO. Se encuentra más allá, en la memoria de los que pasaron por nuestra vida y
que, sin saberlo, nos modelaron, nos convirtieron en lo que somos, cambiaron
nuestro camino como una molécula cambia la de otra al chocar entre si o como un
planeta cambia su trayectoria al pasar cerca de otro influido por su gravedad.
Somos
lo que nuestros seres queridos recuerdan que somos, somos lo que otros dejaron
que fuéramos. Me refiero, como no, a nuestros familiares, pero, sobre todo a
aquellos que el azar puso en nuestro camino.
Me
refiero a todos, pero sobretodo a aquellos que pasaron por nuestra vida en ese
tramo que llamamos infancia y adolescencia.
Me
refiero a aquella niña a la que quise en silencio, a la que ofrecí mi amor
platónico y que nunca supo que era la razón por la que iba al colegio o al
instituto con una sonrisa, a aquella otra a la que di mi primer beso o a la que
me partió el corazón. Es aquel amigo con el que me peleaba rutinariamente por
importantísimos y trascendentales asuntos pueriles o aquel que nos “traicionó”
echándose novia (años después nosotros mismos traicionamos a otros). Es aquel
profesor… MAESTRO que se convirtió en nuestro referente. Es aquel amigo que nos
enseñó a bucear o que nos ayudó con los estudios. Aquel que se peleó con otro
niño más grande para defendernos o aquel
por el que nos peleamos nosotros. Aquel otro que un día dejamos de ver porque
su familia tuvo que marcharse de la ciudad buscando trabajo o que él mismo se
marchó a la universidad.
¿Qué
habrá sido de ellos?, a estas alturas de la vida, muchos, sin que lo sepamos,
nos dejaron ya.
Miro
algunas fotos de color casi perdido y me pregunto cómo se llamaba aquel joven
que me devuelve la mirada o aquella chica con la que compartí pupitre.
Mi
YO, en parte es lo que ellos me dejaron o me obligaron a ser y, en parte, lo
que ellos recuerdan de mi y quiero pensar que ellos también son lo que yo
recuerdo. Si yo soy mi memoria y ellos están en ella, ellos soy yo.
Somos
tanto nuestros seres queridos que cuando se nos mueren lo hacen como cuando se
caen los pétalos de una flor, como prueba inequívoca que con ellos, también
morimos un poco nosotros.
Dedicado
a Jose Rubio, a Diego Villalta, a Paco ”el Pollo”, a Pitri, Alejandro, Hasan, a
Pepi y Paloma, a Emilia Montoya, a Olga Garrido, a Antonio Blanco (al que
reencontré muchos años después) a Pepe Blesa, a José Rey (al que robé la chica
que le gustaba), a Mimón (con el que competía por sacar la mejor nota), a D.
Manuel (que me enseñó matemáticas y a medio cantar en el coro), a la chica que
nunca saqué a bailar, a D. Jose María Antón (que me enseñó a medio escribir) y
a Ángel Granda (que casi consigue que me hiciera biólogo) a Salvi (amigo y
primo que se peleó con un niño mayor por defenderme), a todos esos jóvenes
rostros que desfilan en mi mente y de los que no recuerdo sus nombres y a los
amigos que ya he olvidado.