Bomberos
ataviados con arneses acompañan a forenses enfundados en sus monos mientras suben la montaña en la que,
se puede decir casi sin exagerar, les espera un paisaje dantesco. Pedazos de
distintos tamaños, pero todos ellos demasiado pequeños, del fuselaje de lo que
fue un gran avión. Entre estos trozos metálicos (disculpen la dureza) trozos de
lo que pocas horas o días antes fueron personas.
Abajo, en
el pueblo cercano, unos técnicos, enfundados en chaquetones con emblemas, logos
y rótulos de profesiones -como si ello pudiera protegerlos de los momentos y
situaciones difíciles- acompañan, ayudan, comparten la angustia con los
familiares de los fallecidos.
Durante
el rescate trabajarán diversos profesionales: rescatistas, bomberos, militares, policías,
forenses, enfermeros, médicos, psicólogos. Descansando pocas horas en las que no dejarán
de recordar lo que han hecho, ni de repetirse lo que deberán hacer.
En
el noticiario aparece una fila de chicos jóvenes subiendo una ladera. Llevan
uniformes, mochilas, arneses… hablan poco y no sabría descifrar lo que sus rostros
me dicen. Me recuerda una escena similar que viví cuando comenzaba a ayudar en
emergencias: un 25 de septiembre cuando de Melilla salieron rumbo a una zona de
Marruecos jóvenes que estaban haciendo la “mili” y voluntarios de Cruz Roja. Su
misión iba a ser recoger, al igual que ahora, cadáveres, o lo que sería más
apropiado decir, restos de cadáveres derramados por otra montaña tras otro accidente de avión.
Mañana
seguirán trabajando habiendo visto y oído escenas que la mayoría no
resistiríamos. Pero
pasado mañana o dentro de una semana serán los grandes olvidados. Se nos olvida
que debajo de esos uniformes, de esos logos, de esos rótulos, hay personas,
profesionales, pero personas. Nadie les va a preguntar cómo están, presuponiendo que como profesionales “ni
sienten, ni padecen”. Nadie les explicará que pueden sentir miedo, que pueden
revivir con imágenes intrusivas ciertas escenas, que no dejarán de preguntarse
si lo han hecho bien o cómo podrían haber acabado con la angustia de aquella
persona a la que acompañaron, nadie les asegurará que haberse derrumbado al
encontrar aquel fular chamuscado y con manchas de un rojo oscuro, es normal.
Nadie les hará comprender que los años de experiencia no les protegen al cien
por cien de “venirse a bajo” un día ante una situación menos dura. Nadie les
prevendrá de que tendrán problemas para dormir, que se sentirán incomprendidos
por cualquiera que no haya pasado por lo mismo, que sentirán que les sudan las
manos cuando vuelvan a ser llamados para otra tragedia.
Nadie
les reunirá para que expresen sus dudas, sus miedos; para que “airén” sus
sentimientos.
Cuando
el accidente de avión ya no sea noticia, muchos de los técnicos que han estado
ayudando a los demás, caerán en el olvido por los medios de comunicación, por
la población y, lo que es peor, por aquellos que se valieron de sus
conocimiento para resolver una difícil situación.
Vaya
este escrito como reconocimiento y para que sepan que, si no podemos ponernos
en su lugar, si llegamos a comprender sus dudas y sus miedos.