Estaba
a punto de morir, lo sabía. Tumbado sobre el terreno, como había quedado tras el
derrumbe del edificio, se centró en aquel cielo nítido, lleno de sol, para
olvidar el dolor que sentía en la zona baja de su pecho. Sabía que aquel fluido
cálido que detectaba sobre su brazo y mano era su propia sangre. Se sentía
cansado.
No
podía culpar a nadie de aquello, él había decidido entrar en aquel piso para
salvar a sus habitantes. Los policías que acordonaban la zona le habían
explicado lo peligroso que era entrar en aquel edificio que se derrumbaba por
momentos. Pero él se dijo a sí mismo que hasta entonces había vivido de acuerdo
a unos valores y no era momento de dejarlos. Realmente había sido así. Su padre
solía decir que era fácil tener valores, que lo difícil era vivir de acuerdo a
ellos y él, siendo un adolescente, se propuso ser honrado y altruista. Ello le
llevó a elegir su profesión y a darlo todo a pesar de riesgos y enemistades.
También le había valido reconocimiento en forma de admiración por parte de sus
compañeros y en forma de medalla, tras salvar a varias personas de un incendio
poniendo en alto riesgo su vida. Había salido en la portada de una revista de
tirada nacional y en varias entrevistas en informativos televisivos. Por la
calle la gente lo saludaba reconociéndolo y algunos se acercaban para hacerse
un selfie.
Así
que tras escuchar los consejos, casi órdenes de la policía, se internó en el
edificio.
Ahora,
mientras se le escapaba la vida y pensaba la de proyectos que le quedaban por
hacer, se preguntó si había valido la pena. Si el honor valía una vida o si lo
más importante era eso: vivir. Finalmente se decantó por esta última
afirmación. Sentía que le dolía pensarlo, pero tan cerca del final se llamó
estúpido por haber entrado en aquel edificio, por amor propio, por cuestión de
honor, por amor al prójimo.
¡Lo
que daría por un día más de vida!
Cerró
los ojos. De repente, el aire enrarecido que respiraba cambió por otro más
fresco y limpio. Dejó de sentir dolor, pensó que ya había muerto.
Abrió
los ojos y se encontró frente a un policía que le decía que entrar en aquel lugar
era una locura.
No
lo entendía.
Desde
detrás, una mano agarró su brazo y tiró de él. Era uno de sus compañeros.
-Déjalo
para los héroes- le aconsejó- Hagamos lo de siempre: preocuparnos por nuestra
seguridad primero.
No
lo entendía.
Pero
decidió no entrar, permanecer fuera del peligro… como había hecho siempre.
En
ese momento gran parte del edificio se vino abajo. Suspiró con alivio y se
alegró de no haber hecho lo que había ¿soñado?
Al
terminar el turno, volvió andando a casa. Le extrañó que nadie se le acercara,
pero entonces se dio cuenta que él no era nadie, aunque había soñado que era un
héroe. Suspiró, sonrió y se dispuso a vivir un día más. Salió a cenar con su mujer,
después fueron a tomar unas copas y, al volver a casa, hizo el amor de una
forma tan apasionada que a su mujer se le escapó una pequeña carcajada de
asombro.
Por
la mañana se levantó temprano. DISFRUTÓ de un contundente desayuno y salió a
pasear. Pensó en ponerse las zapatillas de deporte, pero hacía tanto tiempo que
no corría que la idea le pareció absurda.
Pasó
el día realizando tareas que había ido posponiendo.
Al
caer la tarde recordó que el día anterior, a esa hora había estado a punto de
entrar en un edificio que colapsó acto seguido y en el que hubiese muerto como
había soñado/pensado/imaginado.
De
repente, se encontró en un lugar extrañamente desconocido.
No
lo entendía. Y, entonces, lo entendió todo. Había cambiado sus valores y sus
logros por un día más de vida… y ese día había expirado, como su vida, hacía
unos instantes.
Había
muerto y ya nadie lo recordaría, al menos, más haya del recuerdo de los seres
más próximos. No había dejado huella alguna. Intentó recordar un momento por el
que se sintiera orgulloso y no encontró ninguno. No había hecho nada que
mereciese la pena. Ni siquiera había vivido de acuerdo a sus principios a los
que había renunciado por interés, cobardía o simple desgana.
Tragó
saliva y le pareció amarga. Se avergonzó de si mismo.
Una
lágrima se escapó de sus ojos y mientras recorría sus mejillas se juró que
hubiese cambiado media vida por un instante de gloria.
En el instante de morir
cambiaríamos nuestros momentos de gloria que han dado sentido a nuestra
existencia por un minuto más de vida, pero al acabar ese minuto, nos
arrepentiríamos de haber cambiado el sentido de nuestra vida por un minuto
anodino, por haber cambiado un minuto más por una vida que haya merecido vivir.
Ese es el dilema en el
que nos movemos, mientras no seamos capaces de vencer la muerte: aferrarnos a
la vida renunciado a lo demás o morir por un principio.