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jueves, 13 de octubre de 2016

Abrazos ausentes.

Abrazos ausentes.
En los últimos meses de mi padre me acostumbré a abrazarlo. No es que antes no lo hiciera, pero eso era más de madre e hijo.
En los últimos meses, cuando la enfermedad lo había convertido casi en un niño pequeño y nuestra ayuda se hacía necesaria para muchas tareas, yo salpicaba esas rutinas con abrazos, “achuchones” como los llamaba él, no porque mi padre los necesitara, sino porque me hacían bien a mi. Luego me iba a la menguante figura de mi madre y también la abrazara entre bromas, como si se tratara más de dos hijos celosos que de mis padres.
Hace tres años, entre septiembre y octubre dejé de abrazarlos, se me fueron, se nos fueron como habían querido, casi juntos.
Los primeros meses tras su ausencia, solía despertarme de algún sueño en los que volvían a estar conmigo y en el que me precipitaba a abrazarlos.
Mi madre se adelantó en el viaje, mi padre se marchó un trece de octubre, no quiso “partir” antes, sin dejar pasar su último Día del Pilar (“El único día que para tu abuelo era intocable” nos contaba refiriéndose de su padre el maño).
Mi madre se marchó como había sido, con una sonrisa en los labios, gastando bromas al personal del hospital, se apagó rápidamente, en la soledad de la UCI, un piso más arriba de la habitación que ocupaba mi padre. Se fue sin avisar, sin darme la oportunidad de un último abrazo (que también hubiese sido insuficiente).
Mi padre se apagó poco a poco, con todos sus seres queridos presentes cuando ya no fue más que un cuerpo al que todos abrazamos y al que todos susurramos despedidas al oído.
Ya no hay abrazos, su ausencia (insoportable) lo impide. Ya no habrá abrazos, ni posibilidad. Con suerte alguna noche volverán a visitarme en sueños y me permitiré consolarme con abrazos oníricos, irreales.
Por ello, desde el desconsuelo, os aconsejaría que no dejarais pasar ningún abrazo mientras podáis, luego sólo serán oportunidades perdidas.