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domingo, 27 de marzo de 2016

El dilema de la vida

Estaba a punto de morir, lo sabía. Tumbado sobre el terreno, como había quedado tras el derrumbe del edificio, se centró en aquel cielo nítido, lleno de sol, para olvidar el dolor que sentía en la zona baja de su pecho. Sabía que aquel fluido cálido que detectaba sobre su brazo y mano era su propia sangre. Se sentía cansado.
No podía culpar a nadie de aquello, él había decidido entrar en aquel piso para salvar a sus habitantes. Los policías que acordonaban la zona le habían explicado lo peligroso que era entrar en aquel edificio que se derrumbaba por momentos. Pero él se dijo a sí mismo que hasta entonces había vivido de acuerdo a unos valores y no era momento de dejarlos. Realmente había sido así. Su padre solía decir que era fácil tener valores, que lo difícil era vivir de acuerdo a ellos y él, siendo un adolescente, se propuso ser honrado y altruista. Ello le llevó a elegir su profesión y a darlo todo a pesar de riesgos y enemistades. También le había valido reconocimiento en forma de admiración por parte de sus compañeros y en forma de medalla, tras salvar a varias personas de un incendio poniendo en alto riesgo su vida. Había salido en la portada de una revista de tirada nacional y en varias entrevistas en informativos televisivos. Por la calle la gente lo saludaba reconociéndolo y algunos se acercaban para hacerse un selfie.
Así que tras escuchar los consejos, casi órdenes de la policía, se internó en el edificio.
Ahora, mientras se le escapaba la vida y pensaba la de proyectos que le quedaban por hacer, se preguntó si había valido la pena. Si el honor valía una vida o si lo más importante era eso: vivir. Finalmente se decantó por esta última afirmación. Sentía que le dolía pensarlo, pero tan cerca del final se llamó estúpido por haber entrado en aquel edificio, por amor propio, por cuestión de honor, por amor al prójimo.
¡Lo que daría por un día más de vida!
Cerró los ojos. De repente, el aire enrarecido que respiraba cambió por otro más fresco y limpio. Dejó de sentir dolor, pensó que ya había muerto.
Abrió los ojos y se encontró frente a un policía que le decía que entrar en aquel lugar era una locura.
No lo entendía.
Desde detrás, una mano agarró su brazo y tiró de él. Era uno de sus compañeros.
-Déjalo para los héroes- le aconsejó- Hagamos lo de siempre: preocuparnos por nuestra seguridad primero.
No lo entendía.
Pero decidió no entrar, permanecer fuera del peligro… como había hecho siempre.
En ese momento gran parte del edificio se vino abajo. Suspiró con alivio y se alegró de no haber hecho lo que había ¿soñado?
Al terminar el turno, volvió andando a casa. Le extrañó que nadie se le acercara, pero entonces se dio cuenta que él no era nadie, aunque había soñado que era un héroe. Suspiró, sonrió y se dispuso a vivir un día más. Salió a cenar con su mujer, después fueron a tomar unas copas y, al volver a casa, hizo el amor de una forma tan apasionada que a su mujer se le escapó una pequeña carcajada de asombro.
Por la mañana se levantó temprano. DISFRUTÓ de un contundente desayuno y salió a pasear. Pensó en ponerse las zapatillas de deporte, pero hacía tanto tiempo que no corría que la idea le pareció absurda.
Pasó el día realizando tareas que había ido posponiendo.
Al caer la tarde recordó que el día anterior, a esa hora había estado a punto de entrar en un edificio que colapsó acto seguido y en el que hubiese muerto como había soñado/pensado/imaginado.
De repente, se encontró en un lugar extrañamente desconocido.
No lo entendía. Y, entonces, lo entendió todo. Había cambiado sus valores y sus logros por un día más de vida… y ese día había expirado, como su vida, hacía unos instantes.
Había muerto y ya nadie lo recordaría, al menos, más haya del recuerdo de los seres más próximos. No había dejado huella alguna. Intentó recordar un momento por el que se sintiera orgulloso y no encontró ninguno. No había hecho nada que mereciese la pena. Ni siquiera había vivido de acuerdo a sus principios a los que había renunciado por interés, cobardía o simple desgana.
Tragó saliva y le pareció amarga. Se avergonzó de si mismo.
Una lágrima se escapó de sus ojos y mientras recorría sus mejillas se juró que hubiese cambiado media vida por un instante de gloria.

En el instante de morir cambiaríamos nuestros momentos de gloria que han dado sentido a nuestra existencia por un minuto más de vida, pero al acabar ese minuto, nos arrepentiríamos de haber cambiado el sentido de nuestra vida por un minuto anodino, por haber cambiado un minuto más por una vida que haya merecido vivir.
Ese es el dilema en el que nos movemos, mientras no seamos capaces de vencer la muerte: aferrarnos a la vida renunciado a lo demás o morir por un principio.