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jueves, 15 de septiembre de 2016

Requisitos para hacer un buen trabajo o lo que los profesores deben enseñar y los alumnos aprender . II La Universidad.

(Este artículo es la ampliación de otro escrito y publicado en este blog en el 2013).

¿Qué es necesario para hacer un buen trabajo? o ¿qué debemos enseñar hoy en día los profesores?


Con la entrada del Plan Bolonia se proponían las competencias como índices que deben guiar las estrategias educativas de las asignaturas con el fin de acercar más el mundo universitario al laboral.
Se trata de que nuestras enseñanzas no sean un fin en sí mismas, sino un medio para adquirir conocimientos y destrezas que el profesional debe utilizar en su quehacer diario. Para ello el listado de competencias que enumeramos en nuestras guías docentes no debe limitarse a un “corta y pega”, sino que debe traducirse en los contenidos y los métodos pedagógicos que utilizamos tanto en la enseñanza como en la evaluación de las mismas que debe permitirnos, por un lado dotar al alumno de estas competencias y, por otro, elaborar un sistema de evaluación que nos permita discriminar si el alumno las ha adquirido o no. Si bien es verdad, que no debemos cargar las tintas en detectar al que no alcanza un nivel, sino ayudarle a que lo alcance o, como dice Manolo (un psicopedagogo famoso por sus "métodos innovadores" de enseñanza), "menos pesar al pollo y más darle grano"
Siguiendo a Pereda, Bernal y Alonso (2011) podemos diferenciar 5 tipos de competencias. La importancia de esta clasificación radica en que cada una precisará de un sistema de enseñanza/aprendizaje/evaluación propio.
La primera competencia es SABER, es decir, contar con unos conocimientos propios de la materia. Para ello, el profesor aporta un material teórico que el alumno deberá aprender y que se evaluará a través de cuestionarios (tipo test, preguntas cortas o de desarrollo). Adquirir conocimientos significa memorizar. A pesar de la "mala prensa" que esta capacidad cognitiva tiene en los medios educativos (lo contrario que en los gerontológicos), es indiscutible que lo que diferencia a un profesional de un lego en una materia es el conocimiento que se tiene de la misma. Si bien es cierto que hoy en día la memorización es menos necesaria gracias a esa "gran memoria externa" llamada internet, el ejercicio de memorizar es indispensable, primero porque sobre algún material debemos volcar nuestras destrezas (el mejor albañil no es capaz de hacer una buena mezcla si no tiene los ingredientes), en segundo lugar porque memorizar nos cambia, nos hace lo que somos y, en último lugar, porque desarrolla una competencia: la constancia, la perseverancia.
La segunda competencia es SABER HACER, es decir, contar con la capacidad de aplicar esos contenidos aprendidos a problemas concretos. Esta combinación de habilidad y destreza se aprende/evalúa a través de análisis de casos y de las prácticas individuales o grupales. Algunas de estas prácticas las elaborará el alumno fuera de clase, otras requerirán la asistencia a las mismas. Hay que hacer participar al alumno. Y ello no debe de servir como excusa para (o confundirse con) que a principio de curso “dividamos el trabajo entre grupos” y depositemos TOTALMENTE en el alumnado la responsabilidad de elaborar el temario.
Este es un punto sumamente difícil ya que nos movemos por el filo de la navaja que supone delegar en los alumnos la preparación de lo que es deber del profesor y las bondades, las ventajas de, como dice Don Finkel, “dar clases con la boca cerrada”.

Y en esta competencia ya se empieza a notar carencias de la enseñanza. Después de ir dotando al alumno de competencias durante cuatro años, los mandamos a hacer las famosas prácticas profesionales o externas y los tutores profesionales (entre los que me encuentro) notamos que el alumno,  al que en muchas veces “se abandona” en la empresa colaboradora como se hacía con los recién nacidos en las puertas de las iglesias, carecen de competencias para aplicar la “teoría teóricamente aprendida” a un entorno laboral. En este sentido los profesores responsables de las prácticas deberían implicarse más antes de y durante la realización de las mismas.
Una tercera competencia es el SABER ESTAR. Tanto como alumno, como trabajador/ emprendedor, el trabajo se realiza en el seno de un grupo (empresa, organización). Ello requiere adaptarse a la cultura y las normas de estas estructuras. Esta cualidad es más intrínseca al sujeto y se adquiere en ambientes externos al académico, sin embargo, en éste podemos fomentar su  adquisición modelando y moldeando las intervenciones (el comportamiento) en el aula y en las prácticas grupales. Esta evaluación cualitativa, irá acompañada de una cuantitativa de ciertas habilidades a través de la evaluación de rendimiento entre iguales.
Llegamos a la competencia de QUERER HACER, es decir, estar motivados. Esta actitud depende, en parte, de la elección que haya hecho el alumno, de una carrera acorde con sus intereses (Confucio dijo:  "Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida.") y, en parte, de la labor que haga el profesor de métodos para conseguir crear esa actitud. Todos hemos oído a alguien decir aquello de “yo elegí esta carrera (profesión) por D. Fulanito, mi profesor de…”. En este caso será el alumno quien aporte una evaluación de los aspectos positivos y negativos de la docencia. Esta valuación servirá al profesor de feedback, pero, a la vez, comprometerá al alumno en el funcionamiento de la clase y en su propio aprendizaje.
La última competencia es PODER HACER. Esta competencia tiene un doble sentido, el primero (externo al alumno) se refiere a contar con los medios y recursos necesarios. Más que labor del profesor, es labor de la institución educativa dotar de estos medios. La segunda acepción (interna) hace referencia a la personalidad del alumno. Este debe descubrir si su capacidad personal (aptitudes y rasgos) son acordes con las competencias que le exigirá el trabajo, el perfil profesional. Una orientación del profesor (sincera y valiente) no está de más.
Reunir todos estos elementos nos asegurará que en el alumno se encuentran dos elementos esenciales para realizar un trabajo eficiente en un futuro: la PROFESIONALIDAD y la VOCACIÓN. Más adelante, el alumno deberá descubrir si ha adquirido un tercer elemento: la PASIÓN que engloba el "querer saber" constante e inagotable y el "saber querer" como guía de sus actuaciones.

En resumen, el concepto de enseñanza debe ampliarse dando respuesta a todas las demandas que, posteriormente, en el mundo laboral, se le van a solicitar al trabajador. Ello supone, por un lado que reconozcamos que en el tándem de la formación la enseñanza es importante, pero que el aprendizaje (en el sentido de posición activa del alumno) es lo principal y, por otro lado el profesor debe de dejar de ser SÓLO un transmisor de conocimientos y convertirse en un "hacedor" de situaciones de aprendizajes.

Antes de terminar y después de que toda esta exposición ha volcado sus tintas sobre la enseñanza como medio para ser eficientes en el mundo laboral, y ante desapariciones en la enseñanza como son la de la filosofía, el dibujo o la música, quiero dejar claro que la enseñanza, sobre todo, debe ir dirigida hacia el desarrollo personal, la capacidad para pensar por uno mismo, competencia que parece que algunos quieren que olvidemos.

Se aprende de todo, pero no aprendemos de nada.

Los psicólogos humanistas decían que era imposible no-comunicar, de forma paralela podríamos decir lo mismo con el aprendizaje, es imposible no-aprender algo de todo aquello que nos rodea o nos pasa.
El niño que toca por primera vez el fuego y se quema, aprende que no debe hacerlo más. El aprendiz de cocinero que se despista y no mira el plato que había dejado en el horno, sabe que no es buena idea…
Se puede o es inevitable aprender de todo. Ric Elias iba en el vuelo 1549 de US Airways que despegó el 15 de enero de 2009 y que tuvo que realizar un amerizaje de emergencia en el río Hudson. Tras aquella experiencia, la vida le cambió y ese cambio lo explicó en una charla de 3 minutos que se ha hecho viral. Según Elias mientras iba cayendo y pensando que iba a morir aprendió tres cosas que le ha cambiado la vida: Que todo cambia en un instante y que, por tanto, hay que vivir el presente con más intensidad. Que no hay que perder el tiempo en cosas que no importan con gente que sí importa y, por tanto, que no hay que discutir tanto. Que morir no da miedo, pero sí mucha pena.
Tuve un paciente con trastorno de estrés postraumático tras un accidente de avión y graves secuelas físicas, durante la terapia le pregunté qué había aprendido de la experiencia. En un primer momento, casi se sintió a ofendido “¿cómo podía haber aprendido, haber sacado algo positivo de aquello?” Días después, me confesaba que, después de pensar en ello, se había dado cuenta que ahora se conocía mucho más a si mismo y que era capaz de empatizar, de comprender, las reacciones de otros que antes hubiera clasificado de absurdas o desproporcionadas.
Navega por la red un artículo que se llama “lo que aprendí haciendo cosquillas a los simios” y es típico que se hable de aprender (a disfrutar) de las pequeñas cosas.
Los ejemplos parecen indicar que, como escribía Herman Hess en su premiada obra Siddharta “A nadie, venerable, le podrás comunicar con palabras y a través de la doctrina lo que te ha sucedido a ti en el momento de tu inspiración”. Pero no es así. Para eso hemos aprendido numerosas formas de transmitir nuestro conocimiento, desde la tradición oral a las nuevas tecnologías, pasando por los maravillosos e insustituibles libros. El problema es no escuchar, no ver, no leer, no analizar, no memorizar. Y si a eso le unimos la creencia, típica del ignorante, de que ya sabe todo lo que tiene que saber…
En un muro del Campus universitario de Teruel se puede leer una cita que Sócrates escribió en el siglo V a.c. “Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida y le faltan al respeto a sus maestros”, de igual forma un anónimo caldeo, 2000 años antes de Cristo rezaba “Nuestra juventud es decadente e indisciplinada. Los hijos no escuchan ya los consejos de los padres. El fin de los tiempos está próximo” parece ser que seguimos pensando que nuestra generación fue la mejor y la de nuestros hijos, la peor, es decir, seguimos sin aprender de la experiencia.
Más reciente una frase muy utilizada que se atribuye a distintos autores (Nicolás Avellaneda, Cicerón, Abraham Lincoln, Napoleón Bonaparte, George Santayana) recoge este sentimiento de falta de aprendizaje “Los pueblos que olvidan (no conoce) su historia están condenados a repetirla“
Es paradójico. La especie humana (homo SAPIENS SAPIENS) que se autocalifica como la única racional, que puede aprender de todo, es la única que no deja de tropezar en la misma piedra por no aprender (u olvidar) del camino. Y si no tropieza más es porque hay excepciones que están ahí para advertirnos de lo que puede ocurrirnos si no levantamos el pie a tiempo.
Quizás seamos los españoles especialistas en esto de no aprender llegando al extremo absurdo que se ejemplifica con la frase “Lejos de nosotros la funesta manía de pensar” que para más inri se le atribuye al rector de la desaparecida universidad catalana de Cervera en 1827 con ocasión de una visita del Rey Fernando VII.
Y sin embargo, ¿cuántos disgustos como pueblo, como especie, nos ahorraríamos si conociéramos y aprendiéramos de nuestraS historiaS?
Quizás sea cierto la máxima de Herman Hess “La verdadera sabiduría y las verdaderas posibilidades de liberación no pueden aprenderse ni enseñarse; son únicamente para aquellos que están a punto de ahogarse” y estemos condenado a esperar a estar a punto de ahogarnos para aprender a salvarnos.